Sergio Berensztein - Especial para LA GACETA
Fin de noviembre, fin de año, fin de ciclo: la política argentina entró en un terreno totalmente desconocido, en el que vuelan los carpetazos, se multiplican las denuncias más severas, renacen antiguos conflictos, vuelven a sangrar heridas nunca cicatrizadas. ¿Era necesario llegar tan lejos? ¿Es este el resultado de estrategias fríamente calculadas, o de arranques de furia transformados en golpes de timón tan tajantes como improvisados? La sociedad observa atónita y a la distancia las insondables peleas del poder. Hasta para la siempre incierta y pésimamente gobernada Argentina se trata de un espectáculo decadente, lamentable y que sintetiza de forma obscena la degradación de las instituciones y de la elite política.
¿Cuáles serán los próximos pasos? Todo parece indicar que seguirá la actual dinámica: palo y palo, mazazo por mazazo. Parecen diluidos los métodos de la política: el diálogo, la negociación, la persuasión, los acuerdos, tantos los transparentes como de los otros, difíciles de confesar, pero usuales (¿también necesarios?) en todos los sistemas políticos estables, incluidos los republicanos. Desaparecidos la moderación y los mecanismos estandarizados para mitigar los conflictos, se espolean las acusaciones más extremas. Sin límites. Con costos y consecuencias cada vez más graves.
Desde ya, la política democrática contempla también la confrontación, pero siempre dentro de un conjunto de reglas claras y universales que deben aplicarse con imparcialidad. Aunque sean imperfectas. Justamente buena parte de la conflictividad actual deriva del intento unilateral del gobierno por reescribir esas reglas a medida de sus miedos y sus perplejidades.
El problema es que además de obsesionarse por destruir a todo aquel que represente una amenaza real o potencial, hay que gobernar un país en recesión, que está en default, tiene una inflación galopante, fracasa pavorosamente en la gestión de áreas cruciales como la seguridad ciudadana y la lucha contra el crimen organizado. Y, como si esto fuera poco, está entrando en un ciclo electoral en el que, al menos hasta ahora, todo puede pasar.
Politizada la justicia, se judicializa entonces la política. En este contexto, habiéndose acumulado centenares de causas penales que esperaban un entorno menos embrollado para avanzar, el límite parecía hasta ahora haber llegado al vicepresidente Amado Boudou, dos veces procesado y viviendo una suerte de exilio interior en su remozada oficina del Senado. Se trata de una figura más bien secundaria, un primus inter pares dentro de esa singular y ambiciosa fauna de aventureros, diletantes y arribistas (menos sabihondos que suicidas) que abunda en la política nacional. Llegó a donde llegó por su inagotable docilidad, su oscura trayectoria y su nula autonomía política. Y, principalmente, por esas cosas del destino: un inexplicable capricho presidencial que, como en otras cuestiones mucho más importantes, generó múltiples externalidades negativas fundamentalmente para la propia CFK.
Sin embargo, las fulminantes investigaciones que llevan adelante sobre todo el juez federal Claudio Bonadio y, con otras urgencias pero con muchas menos restricciones, colegas suyos en el estado norteamericano de Nevada, en Suiza y en Uruguay, apuntan al corazón mismo del poder y a los circuitos de negocios e influencias más inmediatos. El gobierno formalmente desestima de cuajo todas estas acusaciones, las inscribe dentro de la guerra larga, brutal e inconclusa contra los poderes concentrados y los medios de comunicación (con sus infinitas ramificaciones locales e incluso internacionales: no hay peor enemigo que el imaginario, espejo de los propios errores y pecados). Pero reacciona intempestiva y ferozmente, como un desconsolado animal herido dispuesto a sobrevivir caiga quien caiga, cueste lo que cueste. Su actitud y los recursos extremos a los que está echando mano desmienten el relato y le agregan vértigo y dramatismo a la situación.
Queda claro lo que implica una derrota: que revivan las sospechas de corrupción siempre asociadas con el gobierno de Néstor Kirchner, pero acalladas con su temprana desaparición. En un contexto recesivo e inflacionario, esto impactaría muy negativamente en ese segmento crítico de la clase media, fundamental para alcanzar la victoria en elecciones presidenciales. Peor: derrota significa que quede directamente involucrado su hijo Máximo, natural y único heredero, convertido en el verdadero hombre fuerte de la administración. Más aún, derrota quiere decir que avancen causas penales complejas, no sólo de corrupción sino incluso de lavado de dinero, que habrán de continuar una vez que la Presidenta abandone su cargo dentro de un año (y que contaminarán cualquier intento de perseverar en cargos electivos como pretexto para asegurarse fueros, lo mismo que ocurre con Carlos Menem).
¿Se puede acaso ganar esta guerra inútil, con connotaciones en los planos político, judicial, económico, simbólico y también discursivo? Aunque se multipliquen los daños colaterales, se intente mancillar la reputación de personas, instituciones y empresas con reconocido prestigio (la estrategia del todos somos Báez), haya más heridos y se auto censuren algunas voces por miedo al escarnio, ¿cuál es acaso el mejor escenario para gobierno? A esta altura de las circunstancias, y fruto del maximalismo pueril y desenfrenado que siempre caracterizó al gobierno de Cristina, la mejor victoria luce pírrica en términos de proyección futura de toda la experiencia K. Es cierto que la Presidenta siempre priorizó el cortísimo plazo, nunca tuvo en cuenta horizontes temporales un poco más largos. Más que nunca, esto representa un error catastrófico para sus propios y más vitales intereses.
Además, en las últimas semanas Cristina y sus colaboradores han expuesto de manera particularmente impúdica su propensión a confundir los límites entre el interés nacional y las urgencias de la familia presidencial, incluidos sus socios comerciales. Se han utilizado funcionarios, dinero, tiempo e información públicos para defender a una empresa privada, propiedad de los Kirchner. Es cierto que no es la primera vez que esto ocurre en el ciclo K. Tampoco en la política argentina: se trata de una práctica patética, muy usual y extendida tanto a nivel nacional, provincial y sobre todo local. Pero pocas veces hemos sido testigos de un caso tan flagrante y devastador, que pone de manifiesto la regresión de nuestra democracia a un catastrófico raquitismo institucional.
Max Weber desmenuzó esta singular forma de ejercer el poder típico de sociedades pre modernas (es decir, pre democráticas y pre capitalistas), a la que definió como patrimonialismo. Parece mentira pero se trata de un especie de manual de procedimientos de toda la era K: el soberano es visto como una figura superior que se sacrifica por su pueblo, al punto de llegar a entregar la vida; los puestos públicos se asignan por lealtad y simpatía, no en función de la capacidad, la experiencia o la competencia probada para ejercer un determinado cargo; los amigos y los familiares suelen ocupar lugares predominantes (el patrimonialismo está íntimamente asociado al nepotismo); la influencia de estos funcionarios a menudo involucra cuestiones que van más allá de sus obligaciones específicas, sino que se adaptan a las necesidades, antojos y encargos del soberano, al que se obedece sin excepciones, incluso si esto implica ignorar o violar una ley.
Asimismo, el patrimonialismo tiene otra característica muy particular: para el soberano, no existen diferencias substantivas entre las finanzas públicas y su fortuna privada. Poder y riqueza son dos caras de la misma moneda, se refuerzan mutuamente, se necesitan, dependen el uno del otro. Desde muy joven, Néstor Kirchner decía que para hacer política hacia falta mucha plata. Ahora entendemos por qué.